Arrebujada dentro de mi gruesa capa, desafío el rigor de la mañana invernal de cielos grises. Grises como el asfalto que pisan mis pies, como los pensamientos que acompañan mi soledad. Ouì. C’est París… La ciudad de la luz, del amor, de la bohemia... No dispondré de mucho tiempo para redescubrir sus grandes plazas, avenidas y bulevares, para visitar sus monumentos, para perderme en sus jardines y parques… He de regresar. No he tenido la valentía suficiente para enfrentarme sola con mi destino; para intentar olvidar mi fracaso… He sublimado mi resistencia, pero de qué me vale si me encuentro sola. Soy como el toro herido de muerte que necesita arrimarse al burladero, buscando el áspero y tibio calor de la madera.
Me queda sólo esta mañana antes del retorno, y me dejo llevar por mis pasos distraídos. Rodeo el Novotel Paris Gare MontParnasse, cuya fastuosidad me irrita, y sigo avanzando desganada hasta que, sin saber por qué, me detengo frente a las verjas del Instituto Pasteur, de nobles y elegantes proporciones. Tras sus ventanales imagino a jóvenes investigadores afanándose en su trabajo, rodeados de medios, de calor, de futuros prometedores para ellos y para tantos enfermos. Y, aunque hoy todo parece resbalarme sobre la piel helada, me vienen a la mente los avances de la ciencia, la tecnología… ¿Y qué?, me pregunto. Estamos más solos, más incomunicados, más tristes… La búsqueda permanente del hedonismo y el éxito, cimentado en la popularidad y en el dinero, no conducen más que a la insatisfacción y a la más feroz hipocresía. ¿De qué valen los adelantos? ¿De qué os valen a vosotros, investigadores, si os acabaréis encontrando solos?, pregunto sin voz, viva imagen del pesimismo, mirando hacia las ventanas del Instituto Pasteur, con sus elegantes proporciones.
De repente lo veo. Sus ojos succionan los míos. Me observan con severidad, con una rabia que aún controla. Su gesto enérgico refuerza su mirada, dura y fría como el acero. No es un hombre: es una protesta, una reivindicación, una exigencia, pero sus brazos caídos a lo largo del cuerpo parecen representar la forzada resignación ante la pasividad, ante la indiferencia, ante una realidad hostil… Me mira desde el cartel colgado, como culpándome de algo. Yo le miro desde la acera, pero no me atrevo a culparle de mi cobardía. Porque él es fuerte y no se da por vencido, porque no se resigna, porque pide, exige, lucha… Su cuerpo tenso y erguido, su cabeza firme representan el reto ante lo injusto, ante lo irreversible.
De contemplarle sin pestañear, y por el frío que se clava como agujas incandescentes en mis pupilas, siento que mi mirada se vela por la humedad. No soy capaz de leer unas palabras en francés, que guardarán relación con lo que trasmiten esos ojos inquietantes. Parpadeo, me acerco más… “No consigo leerlo”, me digo en voz alta, sin sospechar que alguien me ha oído.
-Se queja de que los investigadores no tienen medios suficientes. Pide que les vacunen contra esa carencia. He ahí su lucha –me explica una joven y amable compatriota.
-Sí –me digo pensativa, en lo que me alejo con pasos inseguros-. Mientras haya vida, hay esperanza… Luchar, sí. Como ese hombre. Como ese hombre solo frente al mundo…
Ouì. C’est Paris, en una fría mañana de invierno que, sin embargo, ha templado mi alma solitaria.