Una amalgama de lágrimas mocos y babas le recorría todo el rostro.
Los sueños no se pueden tocar, no tienen materia… Pero no, todavía albergaba una esperanza, débil, pero esperanza al fin y al cabo.
Sentía como si los dioses infinitos estuviesen jugando con ella a las cartas. Su cuerpo iba y venía al caprichoso antojo de sus etéreas, traslúcidas manos.
Un estridente y ensordecedor claxon la salvó de un seguro contratiempo con el lateral del Audi gris. Las gafas empañadas habían mimetizado el contorno plata del coche. Pero ya nada tenía importancia. ¿Cuándo acabaría todo aquello?
Todavía recordaba los tiempos en que, a la luz cálida y acogedora del flexo encontraba consuelo. ¿Por qué eso ya no funcionaba? ¿Qué había cambiado para que su interior se marchitara? Orgullosa antaño de su íntima riqueza, ahora palidecía ante el más mínimo contratiempo.
Ellos, los dioses y su eterna sed de entretenimiento, ellos se habían llevado sus sueños, volatilizados, evaporizados…
Sin tabla firme a la que agarrarse.
Sin sentido seguro.
Sin rumbo fijo.
¿De qué materia están hechos los sueños? Shakespeare no tiene respuesta.
Búscala en otro lugar…
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