viernes, 24 de febrero de 2012

Ouì. C’est Paris… (Texto: Esperanza Robles. Fotografía: Paloma Merino)

Arrebujada dentro de mi gruesa capa, desafío el rigor de la mañana invernal de cielos grises. Grises como el asfalto que pisan mis pies, como los pensamientos que acompañan  mi soledad. Ouì. C’est París… La ciudad de la luz, del amor, de la bohemia... No dispondré de mucho tiempo para redescubrir sus grandes plazas, avenidas y bulevares, para visitar sus monumentos, para perderme en sus jardines y parques…  He de regresar.  No he tenido la valentía suficiente para enfrentarme sola con mi destino; para intentar olvidar mi fracaso… He sublimado mi resistencia, pero de qué me vale si me encuentro sola. Soy como el toro herido de muerte que necesita arrimarse al burladero, buscando el áspero y tibio calor de la madera.

Me queda sólo esta mañana antes del retorno, y me dejo llevar por  mis pasos distraídos.  Rodeo el Novotel Paris Gare MontParnasse, cuya fastuosidad me  irrita, y sigo avanzando desganada hasta que, sin saber por qué, me detengo frente a las verjas del Instituto Pasteur, de nobles y elegantes proporciones. Tras sus ventanales imagino a jóvenes investigadores afanándose en su trabajo, rodeados de medios, de calor, de futuros prometedores para ellos y para tantos enfermos.  Y, aunque hoy todo parece resbalarme sobre la piel helada, me vienen a la mente los avances de la ciencia, la tecnología…  ¿Y qué?, me pregunto. Estamos más solos, más incomunicados, más tristes…  La búsqueda permanente del hedonismo y el éxito, cimentado en la popularidad y en el dinero, no conducen más que a la insatisfacción y a la más feroz hipocresía. ¿De qué valen los adelantos? ¿De qué os valen a vosotros, investigadores, si os acabaréis encontrando solos?, pregunto sin voz,  viva imagen del pesimismo, mirando hacia las ventanas del Instituto Pasteur, con sus  elegantes proporciones.

De repente lo veo. Sus ojos succionan los míos. Me observan con severidad, con una rabia que aún controla. Su gesto enérgico refuerza su mirada, dura y fría como el acero. No es un hombre: es una protesta, una reivindicación, una exigencia, pero sus brazos caídos a lo largo del cuerpo parecen representar la forzada resignación ante la pasividad, ante la indiferencia, ante una realidad hostil…  Me mira desde el cartel colgado, como culpándome de algo. Yo le miro desde la acera, pero no me atrevo a culparle de mi cobardía. Porque él es fuerte y no se da por vencido, porque no se resigna, porque pide, exige, lucha… Su cuerpo tenso y erguido, su cabeza firme representan el reto ante lo injusto, ante lo irreversible.

De contemplarle sin pestañear, y por el frío que se clava como agujas incandescentes en mis pupilas, siento que mi mirada se vela por la humedad. No soy capaz de leer unas palabras en francés, que guardarán relación con lo que trasmiten esos ojos inquietantes. Parpadeo, me acerco más… “No consigo leerlo”, me digo en voz alta, sin sospechar que alguien me ha oído.

-Se queja de que los investigadores no tienen medios suficientes. Pide que les vacunen contra esa carencia. He ahí su lucha –me explica una joven y amable compatriota.

-Sí –me digo pensativa, en lo que me alejo con pasos inseguros-. Mientras haya vida, hay esperanza… Luchar, sí. Como ese hombre. Como ese hombre solo frente al mundo…

Ouì. C’est Paris, en una fría mañana de invierno que, sin embargo, ha templado mi alma solitaria.

SALIDA (texto Maru García, fotografía: Eva Latonda)

(Monólogo” endialogado” sobre estos tiempos y en lo que nos dejamos convertir por ellos)

Oiga, usted perdone. ¿Por donde dice que hay que salir?

Ah. Por donde indica aquella señal.

Si, si, está muy claro, lo he entendido de inmediato.

Usted perdone, es que no la había visto.

Bueno, efectivamente, es que no había mirado bien.

Hoy en día no sabe uno ni mirar ni nada.

¿Usted sabe mirar? ¿Usted sabe algo? Yo no tengo ni idea de nada, no sé que sé, que soy, quién soy, qué puedo hacer bien, qué hago mal, qué desconozco… ¿tienen señalizaciones para eso?

No, ya imaginaba.

Hombre, siempre puedo buscar en otro sitio… de todas formas ya me iba.

¡Que tenga usted un buen día!

Fugaz pero inmortal: (Texto Eva Latonda. Fotografía: Esperanza Robles)

Generación tras generación y todo sigue igual. Si acaso las superficies han variado su tamaño, espesor o estado, pero lo esencial, sí, sigue ahí, lo veo. Y está tan a nuestro alcance que ni somos capaces de verlo. Se hace pequeño, pequeño, pequeño; tan pequeño como esos pedacitos de hojarasca diseminados por la suave brisa al pasar...

…Por toda la playa, límpida, luminosa y pura.

¿Quién se para  a hacerse eco de semejante pequeñez?

Y sin embargo, esa pequeñez es un milagro. Un milagro de vida, de respuestas, de enigmas, de ilusiones, de miedos, de vaivenes…

Qué paz sentir la soledad acompañada. Qué descanso saber que uno nunca morirá. Eternas preguntas, con respuestas eternas. ¿Se puede meter todo ese profundo y gigantesco “más”  en esta pequeña cabeza?

Y sin embrago, aquí estoy. ESTOY con mayúsculas, porque soy.

Soy esto que veis, grande y pequeño al mismo tiempo, fuerte, libre y débil… y feliz.

¿Qué más puedo pedir? La vulgaridad es pasearse delante de algo hermoso y no darse cuenta de su grandeza. Gracias, sí gracias por tantas cosas. Gracias por este hermoso día, gracias por  tanta belleza que se desborda, que me llena y me completa.

Capturar momentos, instantes no más, ese debería ser el gran sueño de la humanidad entera. Ese segundo fascinante que lo cambia todo, fugaz pero inmortal, perecedero pero perpetuo. Y aunque a veces todo parece un juego, nada hay más serio.

lunes, 13 de febrero de 2012

Hoteles (Texto: Paloma Merino Fotografía: Eva Latonda)

Todos los hoteles del mundo se parecen. Pero unos más que otros.

Este era igual que aquel otro, sólo que esto era París, y aquel de la memoria estaba en Berlín.

Dejó, como siempre, en la mesilla dos o tres libros y el cuaderno de notas. Y se sentó en la cama, junto a la ventana. Sólo que aquella vez faltó el peso de otro cuerpo sobre el colchón.

 No tenía hambre pero se comió una bolsa de patatas pequeña que habían dejado como detalle de bienvenida. El estómago lleno disimula el vacío. Unas migas en la moqueta del suelo se quedaron como testigo de lo poco que ocupan por fuera los recuerdos. Sin embargo, pueden llenar una vida, repetirse en la mente de manera infinita…Recordar, volver a pasar por el corazón todas aquellas imágenes tan lejanas y tan vivas.
 
Cuando pasó frente al espejo sonrió. Ver su sonrisa como si todo fuera bien, le ayudaba con esa sensación tan rara.  de que el mundo entero gira y en alguna extraña vuelta, uno se ha quedado parado en un punto.

Se pasó el hilo dental y después se lavó los dientes. No tenía que haberse comido las patatas, pensó. Demasiado tarde, como siempre.

El frío de las sábanas le caló hasta los huesos. Inconscientemente buscó con el pie helado otro caliente y la imagen de una carcajada en Berlín le llegó desde el pasado. Se levantó y cogió unos calcetines que no consiguieron amainar el frío. Poco a poco se fue quedando dormida con el libro entre las manos, las letras bailaban casi ya sin sentido por el sopor pero le mecían como una nana. Soñó con noches templadas y un rayo de sol que se coló por la ventaba le despertó. Todo estaba a punto de empezar.



Atados (Texto: Paloma Merino Fotografía: Maru García)

El sol está saliendo tímidamente y lo ve desde el autobús. Hace frío pero un hilo de sudor le recorre su espalda, no ha podido ni quitarse el abrigo. Luego lo sentirá helado en cuanto ponga un pie en la calle, como un río que bajara desde las más altas montañas. Demasiada gente. Todos evitan mirarse mientras sus cuerpos entran en incómoda intimidad, y parece que el último que entra tiene la culpa de tanto hacinamiento. El territorio.

Le gustaría estar mirando ese amanecer en un lugar tranquilo. Fijarse en los cambios de luz, incluso a lo mejor ver reflejados los rayos en el mar. Es imposible.

Siente un poco de angustia, la bufanda se estrecha en su cuello porque el extremo se ha enganchado en el bolso de una señora malhumorada que se empeña en entrar hasta el final. Por fin la mujer se da cuenta y titubea,  ese segundo de turbación  le permite recuperar el extremo de la bufanda. Libera su garganta unos milímetros. Respira.

Se imagina con una página en blanco, escribiendo un libro en ese lugar donde poco antes estaba mirando el sol.

¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Cómo ha llegado a levantarse con un chirrido de despertador? A montarse en este autobús atestado, a ir hacia un trabajo que siempre imaginó, a comer o a malcomer aún no sabe muy bien con quien o sola. A dedicar la tarde a las cosas que cree que le gustan, después de solucionar tantas obligaciones como la bombilla que siempre se funde, la compra que nunca está hecha, la ropa que hay que comprar porque ya no tiene nada,  la cita con ese amigo de siempre, que hace mucho que no ve…

Ha elegido esta vida. Pero siente que todos sus movimientos están coordinados y meditados desde hace mucho tiempo y que responden a ataduras que debieron forjarse no sabe cuando.


El autobús llega a su parada y con dificultad intenta salir, pero en las escaleras siente de nuevo un tirón, esta vez es el abrigo el que se ha quedado enganchado. Trata de recuperar la movilidad, pero el abrigo sigue atrapado en algún punto. Mira hacia abajo para intentar liberarlo y se encuentra con unos ojos enormes llenos de admiración, donde aún no hay sueños escritos. Una pequeña mano se aferra a su abrigo. Es un niño que casi no puede andar y busca su equilibrio un poco más allá dela mano de su padre, que está haciendo malabarismos para transportar dos mochilas, un bebé colgado como un marsupial en su pecho y a su inestable primogénito. El niño la libera sin dejar de observarla.

Siempre hay que sentirse seguro.

Cuando pisa la calle y siente el frío en la espalda, se imagina que los sueños pueden convertirse en realidad. El sol está ya en lo alto.

Peregrino (Texto: Maru García. Fotografía: Paloma Merino)

Ella no está, pero estuvo. Él persigue su presencia como un peregrino de las palabras y los besos. En cada esquina en la que se detuvieron cree notar el viento en sus ojos y la luz de su pelo. Entre semana la olvida, por el bien de los dos. Cada tarde de domingo la recorre despacio paseando las calles y avenidas, sonámbulo de su piel. Asfalto, aceras, ladrillos, piedra... vida. Una sensación desgarradora recorre su cuerpo y a veces teme mirarse y ver que es verdad. Dibujada en sus pensamientos para siempre, ella… a veces vuelve.


viernes, 3 de febrero de 2012

Shakespeare no tiene respuesta (Texto Eva Latonda. Fotografía: Paloma Merino)

“¿De qué materia están hechos los sueños?” se preguntaba ella desesperadamente. Entre la angustia y el hastío conducía su coche de acá para allá, como si fuera un fantasma sin destino. En cada semáforo, sentía las miradas de los demás conductores taladrándola. ¡Sí, estoy llorando!!!! ¿Es que vosotros no habéis llorado nunca?

Una amalgama de lágrimas mocos y babas le recorría todo el rostro.

Los sueños no se pueden tocar, no tienen materia… Pero no, todavía albergaba una esperanza, débil, pero esperanza al fin y al cabo.

Sentía como si los dioses infinitos estuviesen jugando con ella a las cartas. Su cuerpo iba y venía al caprichoso antojo de sus etéreas, traslúcidas manos.

Un estridente y ensordecedor claxon la salvó de un seguro contratiempo con el lateral del Audi gris. Las gafas empañadas habían mimetizado el contorno plata del coche. Pero ya nada tenía importancia. ¿Cuándo acabaría todo aquello?

Todavía recordaba los tiempos en que, a la luz cálida y acogedora del flexo encontraba consuelo. ¿Por qué eso ya no funcionaba? ¿Qué había cambiado para que su interior se marchitara? Orgullosa antaño de su íntima riqueza, ahora palidecía ante el más mínimo contratiempo.

Ellos, los dioses y su eterna sed de entretenimiento, ellos se habían llevado sus sueños, volatilizados, evaporizados…

Sin tabla firme a la que agarrarse.

Sin sentido seguro.

Sin rumbo fijo.

¿De qué materia están hechos los sueños? Shakespeare no tiene respuesta.

 Búscala en otro lugar…